Época: Japón
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

Antecedente:
Época del militarismo nacionalista



Comentario

La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho más tardías. El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo.
Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el 90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente.

Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto antioccidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes. De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de la obsesión antisoviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera.

Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón.

La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para la construcción de la que sería denominada "bomba atómica". Pero, entre la opinión pública, la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de diferencia a su favor.

En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisionándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina.

Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón.

La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawaii. De esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna.

El ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones, que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final.

Resulta curioso que los principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posición norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona, se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las alemanas.

Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la empleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte.

Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más humillante y deprimente.

Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas.

A comienzos de 1942, los aliados tenían muchas razones para sentirse profundamente descorazonados. En el plazo de seis meses, Japón, un adversario al que los anglosajones no habían tomado en serio, había construido a sus expensas y a las de terceros un Imperio que cubría una séptima parte del globo. Las victorias las había obtenido demostrando tener una Marina muy moderna, cuya fuerza principal estaba constituida por los portaaviones. Los japoneses habían logrado sus éxitos muy a menudo con inferioridad numérica y en un momento en que se podía interpretar que los alemanes todavía estaban en condiciones de aplastar a la Rusia soviética. La caída de Singapur era un hecho de tal gravedad que podía suponer una directa amenaza a la India e incluso al Medio Oriente. No puede extrañar que un protagonista esencial de la guerra, como fue Churchill, anote en sus Memorias que el peor momento de la guerra fue precisamente éste, algo en lo que coincidieron también algunos de los mandos militares británicos. Fue entonces cuando se sometió a un voto parlamentario de confianza, que superó, pero que revelaba la sensación de que la victoria aliada estaba todavía muy lejana.

Sin embargo, en los meses iniciales de 1942 si, por un lado, las potencias del Eje llegaron al máximo de su expansión, al mismo tiempo empezaron a testimoniar sus limitaciones, no sólo materiales sino también de otra clase. Los éxitos alemanes habían acabado teniendo como consecuencia el despropósito del ataque a la Unión Soviética, cuando Gran Bretaña distaba de haber desaparecido como adversario. En el caso del Japón, alcanzado el perímetro de lo que fue denominado "Área de Coprosperidad", faltó una idea clara de hacia dónde había que seguir la ofensiva. Parece indudable que el mayor daño al adversario se hubiera causado con el ataque en dirección a la India, en donde existía un sentimiento independentista muy arraigado. De este modo, además, se hubiera podido enlazar en Medio Oriente con una posible ofensiva alemana desde el Cáucaso. Pero Japón no acabó de decidirse, porque Marina y Ejército de Tierra resultaron incapaces de elaborar una política conjunta y no existió un liderazgo militar claro. Además, tampoco hubo una voluntad eficiente de coordinar los esfuerzos con Alemania.

En cambio, en las semanas finales de 1941 e inicios de 1942, en la conferencia de Arcadia los anglosajones supieron crear un Estado Mayor conjunto, planear la invasión del Norte de África y reafirmar su deseo de combatir hasta la victoria final. Stalin permaneció, por el momento, alejado de las grandes decisiones estratégicas y Churchill hubo de explicarle que, por el momento, era imposible para los anglosajones llevar a cabo un desembarco en Europa. De cualquier modo, todo lo que antecede demuestra que los aliados se coordinaron mucho mejor que sus adversarios.

A lo largo de los meses centrales de 1942, las potencias del Eje parecieron capaces de emprender, una vez más, nuevas ofensivas, pero en realidad testimoniaron que sus posibilidades para conseguir con ellas fulgurantes victorias habían empezado a agotarse. Y ése fue el principio del final para ellas, puesto que, en definitiva, la superioridad en capacidad económica del enemigo tendría que imponerse a medio plazo.

En el Pacífico, los japoneses, como se apuntaba, habían conquistado su superioridad merced a su flota de portaaviones, en la que mantenían una neta ventaja, y la superior calidad de su aviación. Sin embargo, la incertidumbre estratégica les perdió cuando trataron de responder a una arriesgada operación de bombardeo norteamericana, cuyo efecto casi exclusivo fue de orden psicológico. En efecto, empleando portaaviones como punto de partida, los norteamericanos enviaban sus bombarderos sobre Tokio, desde donde huían en dirección a China. Como respuesta, los japoneses trataron de avanzar hacia el Sur, ocupando la totalidad de Nueva Guinea.

Como consecuencia de ello, se produjeron dos importantes batallas navales, las primeras en la Historia en que el combate se llevó a cabo sin que los barcos se avistaran a través de los aviones que enviaban. Superiores en información y radar, los norteamericanos consiguieron detener al adversario. En la primera de esas batallas, la del Mar del Coral -mayo-, los japoneses perdieron un portaaviones ligero y los norteamericanos uno pesado, pero el resultado había sido ya más equilibrado que en cualquier ocasión anterior. En la batalla de Midway, los japoneses, que habían dispersado sus portaaviones con una simultánea e insensata operación hacia el Norte, se enfrentaron con los norteamericanos, que conocían sus movimientos de manera perfecta. En muy poco tiempo, fueron hundidos cuatro portaaviones en la que fue la primera victoria irreversible de los norteamericanos.

Merece plenamente este calificativo porque lo cierto es que Japón nunca fue capaz de superar el resultado de esta derrota. Sus posibilidades industriales eran infinitamente inferiores a las de su enemigo: durante toda la guerra, encargó la construcción de sólo 14 portaaviones, mientras los Estados Unidos iniciaron nada menos que 104. Pero lo peor para los japoneses fue la imposibilidad de reemplazar a los pilotos y los aviones desaparecidos. En el verano de 1942, mientras los submarinos norteamericanos empezaban a castigar a una flota como la japonesa cuyos efectivos eran un tanto modestos, ambos contendientes se enzarzaban, en la isla de Guadalcanal, en la primera batalla terrestre y naval al tiempo. El resultado fue un intenso desgaste, especialmente grave para el combatiente menos poderoso: Japón.

Si en el Pacífico la situación podía interpretarse como si correspondiera a un momento de juego en tablas, en África el Eje obtuvo victorias pero, como no fueron resolutivas, en la práctica acabaron por ser engañosas.

Mientras las circunstancias bélicas en frentes tan distantes como los que han sido mencionados empezaban a proporcionar la impresión de que se había llegado a un equilibrio entre los contendientes, tenían lugar también semanas decisivas en la guerra marítima, cuyo desenlace definitivo se produjo ya bien entrado el año 1943. La guerra en el mar juega un papel decisivo en el frente del Pacífico y por eso ha sido necesario tratar de ella en su momento, pero, además, constituye el telón de fondo para explicar muchos de los acontecimientos bélicos producidos en tierra.

El caso de Japón prueba hasta qué punto la guerra submarina podía haber sido efectiva para estrangular la comunicación entre los dos lados del Atlántico. En este caso, el escaso tonelaje de la Marina mercante y la imposibilidad para reponerlo se unieron a la falta de organización de convoyes y a la eficacia de los submarinos norteamericanos. De poco les sirvió a los japoneses haber conquistado las materias primas que necesitaban si no podían transportarlas. Al final de la guerra, más de cuatro millones de soldados japoneses permanecían aislados por vía marítima y sin haber entrado en combate contra el adversario. Los norteamericanos no sólo hundieron gran parte de la Flota mercante japonesa, sino también alguno de sus barcos mayores, incluidos los portaaviones. Los japoneses, en cambio, dedicaron sus submarinos a una función tan incongruente como la de actuar como modestos barcos de aprovisionamiento de las guarniciones aisladas en las islas del Pacífico.